martes, 15 de noviembre de 2011

Confusiones argentinas: las políticas de Estado

Es frecuente escuchar que los periodistas y los políticos declamen sobre la necesidad de que en Argentina tengamos “políticas de Estado”. Creo que ese deseo revela una gran confusión.

Se supone que debe haber metas y planes destinados a lograrlas que trasciendan las sucesivas elecciones. Por eso se dice “políticas de Estado”, y no de cada gobierno o de cada partido. Justamente por eso, recientemente algunos dirigentes de diversos partidos han pensado que la forma de lograr la permanencia de algunas políticas básicas se debería lograr a través de la firma de un compromiso de gobernabilidad y políticas públicas (link a nota en La Nación, en Clarín, y al texto del acuerdo). 

Entre otras cosas agradables, los firmantes convinieron una agenda común que incluye “educación masiva de calidad”, “desarrollo productivo”, y “pleno empleo”. Sorprende que se crea necesario firmar pactos sobre eso, como si alguien hubiera sugerido metas alternativas tales como “educación minoritaria y de mala calidad”, “estancamiento productivo” y “desempleo”. Claro que muchas veces la ineptitud ha llevado a esos resultados negativos. Pero no perdamos la perspectiva, eso jamás ha sido meta de partido alguno.

Los firmantes se comprometieron además a respetar la división de poderes y a no dictar leyes retroactivas. Y entonces uno se pregunta: ¿hay que firmar un documento para decir que hay que respetar la Constitución? Habrá luego que redactar otro pacto para comprometerse a respetar el pacto en el que se comprometieron a respetar la Constitución, y así al infinito. ¿No basta con las leyes?


¿Por qué se habla de políticas y no de leyes?
Y aquí uno descubre la importancia de la otra palabra en la repetida frase “políticas de Estado”. Se habla de políticas no de leyes y se verá (creo) que son cosas muy distintas. Claro que todavía muchas personas siguen apegadas (yo entre ellos) a la noción con la que nació Argentina en el siglo XIX, y con la que se hizo grande: la de “reglas claras y permanentes”.

La diferencia entre reglas y políticas tendrá que ser tema de otra nota. Algo adelanté en la que escribí sobre Dworkin (link). Es clarificadora la siguiente imagen: las reglas son como los carteles de tránsito, que nos dicen cuáles son las direcciones posibles, pero no a dónde ir. Las políticas en cambio eligen un camino entre los muchos que quedan abiertos según las leyes, y descartan otros. No porque sean ilegales, sino porque no se los considera convenientes.

Se ve que las reglas (o leyes) son propias de las ideas liberales clásicas. La ley organiza la libertad, pero no le dice a cada ciudadano o cada empresa cómo tiene que usarla. En la Declaración de Independencia de los Estados Unidos (1776) se lee que son derechos inalienables “la vida, la libertad, y la búsqueda de la felicidad”. Algunos se burlan sin razón de la frase, y advierten con algo de sorna que no se reconoce el derecho a la felicidad, sino a buscarla. Pero justamente allí reside la claridad conceptual de la frase. Las leyes, reglas generales e igualitarias, no pueden asegurar la felicidad. Y menos deben tratar de usar la fuerza del Estado para decir hacia dónde debe buscarla cada uno. Basta y sobra con que aseguren que cada cual la busque a su modo sin impedir que otros usen la misma libertad. De esa forma sigue siendo cierto que los derechos de cada uno terminan donde empiezan los de los demás.

Con las políticas entramos en otro mundo. Aquí hablamos de tomar rumbos, no ya individuales sino colectivos. Pero ¿si hay rumbos distintos que también respetan la ley, con qué derecho el Estado habría impedir que algunos los sigan? ¿Y si no los impide con la fuerza, entonces cómo?

Aparece la idea de los pactos o compromisos de políticas. Se asume piadosamente que no es la fuerza del Estado sino el compromiso (en verdad, la firma puesta por algunos líderes partidarios) lo que asegura que esas políticas y no otras serán las que se habrán de seguir.


Origen histórico del problema
En la concepción del gobierno que predominó en el siglo XIX el cambio de políticas no era tan dañino. Ni los gobernantes ni los gobernados pensaban que fuera función del Estado elegir las direcciones de la economía y la cultura. Con el cambio ideológico de los años 30 y 40 del siglo XX los Estados pasan a dirigir la economía y a veces emprenden políticas culturales, promoviendo un cierto tipo de arte y no otro.

Incluso en los Estados Unidos el New Deal (traducido: “el nuevo acuerdo”) les dice a los granjeros cuánto trigo producir, y les paga por quemar el exceso. En Alemania Hitler emprende los planes cuatrienales, y Stalin los quinquenales. Lo mismo hace Perón en Argentina.

En Gran Bretaña, el intelectual laborista Harold Laski se dio cuenta de que las nuevas doctrinas intervencionistas (que él mismo sostenía) creaban un problema que antes no existía: ¿dónde queda mi plan económico y cultural si pierdo la próxima elección y el próximo gobierno toma otro rumbo? Laski demandó que la oposición se comprometiera a mantener las políticas adoptadas por el gobierno laborista. Claro que esto contradice el sistema democrático, pero también es cierto que sin ese compromiso de poco vale adoptar políticas, y se cae en el cambio constante que desde entonces ha preocupado a tantos dirigentes.

Ese es el origen histórico y filosófico de la demanda por “políticas de Estado” que duren más allá de las elecciones…para lo cual deberían se adoptadas por todos los partidos. Cómo se hace para que esto no convierta en irrelevante el recambio democrático es un problema enorme del que pocos se ocupan. Yo creo que hay una contradicción fundamental entre el gobierno democrático y las llamadas políticas de Estado.

Fuera de que la firma de compromisos generales por algunos dirigentes es una base precaria para asegurar la continuidad de políticas, tenemos el problema (todavía más grave) de la coerción. Hay que preguntarse, ¿es legítimo (o siquiera constitucional) usarla para imponer un rumbo que todos deben seguir? Stalin, Roosevelt, Hitler, Mussolini, Laski, y Perón (con sus diferencias) coincidían en dar una respuesta afirmativa. Otros tienen dudas.Yo pienso que no es legítimo.

En los Estados Unidos, el profesor Cass Sunstein, asesor de Obama en materia regulatoria, ha sugerido en un libro eludir el problema con la técnica que él llama “nudge” (empujoncito o codazo) que no sería coerción, pero tampoco plena libertad. Creo que es una salida falsa. Un pisotón de elefante es suave si se lo compara con el empujoncito del Estado.

También es una salida falsa la firma de compromisos. Por fuerza se tienen que limitar a obviedades que nadie discute y a delegar todo a equipos de expertos. La razón fue explicada magníficamente por Frederick Hayek en su libro “Camino de Servidumbre”. En Argentina ni siquiera se debate sobre estos temas.



Argentina no es España

Una de las razones del entusiasmo por las “políticas de Estado” en la Argentina fue la búsqueda de un modelo europeo al momento de restaurarse la democracia luego de la derrota de Malvinas. Algunos adoptaron como ejemplo a imitar la transición democrática española, y en particular el Pacto de la Moncloa. Desde entonces muchos políticos locales creen que tienen que dejar su firma en algún pacto para así pasar a la historia.

No se advirtió que había diferencias esenciales. El país y el momento histórico son distintos. Los españoles tuvieron el Pacto de la Moncloa como paso hacia su Constitución definitiva. Ellos no tenían Constitución. El pacto contenía desde medidas económicas como el freno al incremento de la masa monetaria, y límites a los aumentos de salarios (políticas que pocos han imitado en Argentina), hasta el reconocimiento del derecho de reunión. Empeñarse en imitar ese pacto cuando ya se tiene, como en Argentina, una Constitución, es tanto como ensayar un ademán ritual sin saber para qué sirve.



Mi opinión

La solución no es otro pacto, otro compromiso, otro gran acuerdo nacional. Argentina abandonó hace ya más de medio siglo el ideal con el que nació, de la ley uniforme, clara, y estable. Cuando digo ley estable no digo inmutable, pero sí que no afecte derechos adquiridos, lo que (si bien se piensa en el requisito) es una freno fuerte y saludable a los experimentos legislativos. Sin eso tendremos que seguir viendo cómo se firman y se rompen pactos de tanto en tanto, y (según propone Sunstein) viviendo a los codazos y empujones.