miércoles, 14 de agosto de 2013

La obsesión argentina por los planes colectivos


Argentina no ha tenido crisis más graves que otros países. En lo que sí destacamos es en nuestro gusto por las soluciones falsas a esas crisis.
No somos los argentinos los únicos que hemos tenido empresas funcionando a pérdida, crecimiento del crimen, o inflación. Otros han enfrentado esos problemas, lo que nos distingue es que nosotros hemos preferido ocultarlos.
Veamos el ejemplo de Alemania. A pesar de su presente brillante, es claro que su historia está llena de desgracias. Sin embargo, son desgracias de las que aprendieron. Tuvieron hiperinflación cuando en 1923 su gobierno imprimió cada vez más marcos para comprar moneda extranjera. Pero ya para fines de ese mismo año aplicaron la solución obvia: dejaron de imprimir dinero sin respaldo. Jamás volvieron a cometer ese error.
Mucho después, la reunificación con la Alemania del Este trajo otros enormes problemas. Gran parte de las empresas de la Alemania comunista se mantenían a pérdida, la red telefónica fallaba y las rutas carecían de mantenimiento. Hubo que hacerlas prácticamente de nuevo. Se privatizaron unas 14.000 empresas de la Alemania comunista; con el gobierno alemán asumiendo sus deudas; de otro modo nadie las hubiera comprado. La fábrica Buna, que en su momento fue la firma química más grande del mundo, se vendió en parte a una empresa norteamericana, y en parte a otra rusa. Miles de trabajadores perdieron su puesto. Nada de eso fue fácil o sin resistencia. Basta recordar que el director de las privatizaciones fue asesinado en Dusseldorf. Fue una crisis sí, pero las soluciones que adoptó Alemania no eran la reedición de los viejos errores.
Eso es diferente en Argentina. Aquí cada crisis es una oportunidad para intentar otra vez lo que ha fallado siempre.
Por supuesto que, en vista de mi trabajo en una humilde posición de la administración de justicia provincial, no incursionaré en cuestiones políticas. Sin embargo, creo útil dedicar algunas reflexiones a una de esas ideas equivocadas que tanto atraen a nuestros dirigentes, sean del partido que sean: todos nos dicen que desean planes o políticas “de largo plazo”. Nos aseguran que tenemos que decidir (¿por unanimidad por mayoría simple?) qué modelo de país queremos (ya es una frase hecha), y mantenerlo sin importar los resultados electorales. En vista de los perjuicios que ocasiona el cambiante marco jurídico en Argentina, casi todos los dirigentes insisten en que el problema se soluciona adoptando un modelo y políticas de largo plazo.
Cada vez que ven acercarse un micrófono, los dirigentes explican que se necesitan planes estatales que vayan más allá de la duración de un gobierno. Es decir, metas y medidas específicas que continúen en la misma dirección, sin importar cuál es el partido que gobierna. Los planes fallan porque son de corto plazo, nos dicen. Y agregan que cada gobierno impone los suyos cuando debería seguir con los del anterior. Todos proponen esa solución, y casi no hay día en que no se escuche a algún dirigente repitiéndola. En eso todos coinciden. Es un error.
Se trata de un gran error conceptual porque lo estable no pueden ser los planes o políticas, sino el marco jurídico general. Hay una distinción básica -que todavía no se ha entendido en Argentina- entre dos cosas completamente diferentes (e incluso opuestas):
a) un marco de reglas permanentes que no fijan política alguna para el país entero o para una región, sino que permiten que cada persona forme sus proyectos de largo plazo, se asocie con otros, contrate, invierta, cometa errores y aciertos, con la seguridad de que esas decisiones serán respetadas por todos los gobiernos. En todo caso serán sus errores y aciertos, y no los que le impone un gobierno

b) un plan con objetivos y preferencias “colectivas”, que se imponen a todos. Por ejemplo, que se invierta más en acero que en circuitos electrónicos, que las industrias se radiquen en el sur (o en el norte), que se alcance la independencia energética para tal fecha, que se importen productos de tal país y no de otro, que determinados cortes de carne se mantengan baratos. Y así con cada actividad, necesidad, y deseo imaginable.
La seguridad jurídica y estabilidad que tanto se pregonan son posibles y se logran con el primer sistema. El segundo es una ilusión, que se hace peor cuando se lo intenta hacer permanente, y lo malo es que cada vez que falla se cree que la causa consiste en que los gobiernos debieron haberse mantenido en la misma línea que sus antecesores.

La búsqueda afanosa de una constancia ya alcanzada
Las leyes cambian. Pero las políticas muy generales se han mantenido a pesar de los cambios de gobierno, diría que con más constancia (u obstinación) que en otros países. Por contraste, lo que ha fallado es la constancia en las leyes básicas, como las que regulan contratos o establecen qué es lícito y qué ilícito.
Es inútil clamar por más constancia en las políticas generales. La Argentina es uno de los países más tercos, más persistentes en sus direcciones históricas. Por ejemplo, por más de medio siglo, y con la sola excepción de la década del noventa, todos los gobiernos argentinos han usado la emisión monetaria, sea como impuesto irregular, sea para reducir los costos salariales, sea para aliviar a los deudores. La descomunal emisión de billetes es una política casi constante en la historia argentina.
También en la política exterior hay constancia (o terquedad, según se juzgue). De nuevo con excepción de los años 90, todos los gobiernos argentinos han estado más cerca de los países subdesarrollados latinoamericanos, africanos o asiáticos, que de los desarrollados. Para dar un ejemplo más preciso: más cerca de los árabes que de Israel. Uruguay y Brasil votaron en 1947 en las Naciones Unidas a favor de la creación del estado de Israel. Argentina se abstuvo. Esa fría relación ha sido una constante de la política exterior argentina que va más allá de los cambios de gobierno.
También en materia penal y seguridad se da una constancia que va más allá de los cambios de leyes. En la opción entre los sistemas de a) penas leves pero seguras, y b) penas severas pero aleatorias, Argentina siempre ha elegido el segundo sistema.
En su obsesión por los planes colectivos, e ilusionados por la sugerencia de que serán la solución para nuestros tantos males, muchos argentinos han dejado de advertir que esa meta tan buscada ya se ha alcanzado hace muchos años
Es cierto que sólo hemos tenido planes concretos (con cifras y fechas) por cortos plazos. Pero si de tendencias generales se habla, pocos pueblos han persistido más en sus políticas.

La era de los planes
En nuestros días, el principal atractivo del “sistema” (o ilusión) de las políticas “de largo plazo” reside (curiosamente) en su vaguedad. Cuando se dice que el plazo debe ser “largo”, no se cree necesario especificar cuánto. Por ejemplo, cuando se insiste en que hay que proteger a las industrias nacionales con subsidios y prohibiciones de importación, por un tiempo, hasta que logren establecerse, ser competitivas y no depender de la protección, no se cree necesario especificar si se habla de 5 o 6 años, 5 o 6 décadas, o 5 o 6 siglos.
Claro que sin ser específico no se puede hablar de políticas o planes, sino en todo caso de deseos o ilusiones.
Por supuesto que el mundo conoció la era de los planes verdaderos (con cifras y fechas), y también Argentina. Generalmente eran planes quinquenales. Se decía que había que conseguir tantas toneladas de acero, fabricar tantas miles de turbinas, formar tantos miles de técnicos, construir tantos monoblocks, y tantos kilómetros de rutas. Todo con una indicación acerca del tiempo en el que había que hacerlo. La Unión Soviética tuvo sus planes quinquenales, y también Argentina bajo el gobierno del general Perón. Hitler tuvo planes cuatrienales. Bajo Mao, China tuvo planes de un año. Y al año siguiente el plan era más ambicioso. El partido decidía que tal distrito debía producir tantas toneladas de trigo o acero, y se encargaba de administrar el castigo a los que no cumplían con la meta.
Esa época llegó a su fin hace mucho tiempo, y no es probable que alguien retorne a ella. Las metas rara vez se alcanzaban, las estadísticas se arreglaban, y (lo que es más fundamental) cuando los planes se cumplían, era frecuente advertir que hubiera sido mejor dedicar esfuerzos a otra cosa.
La mayor parte del mundo desarrollado ha adoptado la solución del marco legal estable y respetuoso de las decisiones individuales. En Argentina sin embargo, se ha hecho popular la vana idea de los planes colectivos a través de hacerla borrosa. Ahora nuestros dirigentes insisten en que hay que tener “metas de largo plazo”, pero sin decir en qué consisten, y sin decir cuál es ese plazo.
La ventaja de la vaguedad es que no obliga a elegir entre opciones que gustarían a algunos y enojarían a otros. Mientras no se defina nada, cada cual puede imaginar que las metas que se habrán de adoptar serán las que él cree importantes. Todos de acuerdo…hasta que haya que ponerse de acuerdo.
Todos asumimos un serio compromiso…con la indefinición.

Un marco legal para Argentina
Con la excepción de algunos ideólogos setentistas que despreciaban  la seguridad jurídica como un prejuicio burgués, casi todos reconocemos que es necesario contar con un marco legal estable. El problema es que no siempre sabemos en qué consiste.
Como antes dije, hay dos formas de organizar la vida de un país. Con leyes imparciales y permanentes, o con órdenes que se van cambiando según la necesidad. Ejemplo de lo primero fueron nuestra Constitución Nacional y nuestro Código Civil. Ejemplo de lo segundo son las leyes de suspensión de juicios contra el estado o contra particulares, las leyes de consolidación de deudas, las regulaciones cambiarias, las aduaneras, y muchas otras que cambian cada mes o cada semana.
Una de las características de las leyes que se conciben para permanecer mucho tiempo es que se apoyan fuertemente en la responsabilidad de cada individuo. El Código Civil no le dice a nadie qué tiene que comprar, cuánto, y a qué precio. Es imposible hacer eso si la ley está destinada a regir décadas, y no semanas. Por eso el Código Civil simplemente traza reglas para el contrato de compraventa, y cada persona adulta deberá decidir para qué contrata. Su acierto o su error son suyos, no de la ley.
Las leyes clásicas asumían que la prosperidad de un país la hace su gente ¿Cómo prospera una nación? Alguien encuentra un modo más rápido de producir algo, alguien brinda un servicio que nadie daba, algunos encuentran trabajo en esas nuevas empresas, otros venden las máquinas que se necesitan en ellas, y otros la comida y el transporte que esos trabajadores necesitan. Claro que también habrá algunos emprendimientos que fallarán, trabajos que se perderán, etc. Pero las leyes clásicas partían de un optimismo básico: asumían que la nueva riqueza creada será mucho mayor que la perdida; que las nuevas oportunidades serán mucho más grandes que las antiguas, que los triunfos serán muchos más que las derrotas. Ese optimismo no era ciego, ni era equivocado: en el siglo XIX la producción de bienes aumentó como jamás antes. Más importante todavía, se crearon bienes que jamás habían existido. Enfermedades que eran el terror de los siglos anteriores fueron vencidas. Y la prueba final del progreso es esta: la población creció como nunca antes. Es decir, menos gente murió de hambre y frío en los primeros años de vida.
Sin embargo, en los años 20 del siglo XX muchos pensadores abandonaron ese optimismo e imaginaron que había un sistema incluso mejor para progresar. Lo tomaron de las fábricas. Ellos notaron que las fábricas trabajaban según un plan, con metas numéricas, y plazos para cumplirlas. ¿Por qué no hacer lo mismo con el país entero?
El gobierno (al que preferían llamar Estado) diseñaría ese plan. Al comienzo se pensó que era indispensable que el gobierno mismo tomara la dirección de todas las fábricas. Así sucedió en la Unión Soviética. Luego se advirtió que eso no era necesario, sino que bastaba con que el gobierno a través de su plan tuviera el poder de ordenar a todos qué y cuánto producir. Así ocurrió en la Alemania Nazi y en la Italia fascista.
La idea se ha reflotado en ese Parque Jurásico de las ideologías que es la Argentina actual. Pero los planes se han hecho aceptables a fuerza de hacerlos imprecisos, meras aspiraciones. Claro que entonces se confunde la fijación de políticas con la enumeración de deseos. En otro artículo di un ejemplo de esta distracción placentera pero inútil: algunos políticos argentinos acordaron recientemente “políticas de largo plazo”, entre ellas lograr pleno empleo y educación de calidad para todos. Creyeron necesario dejar establecido ese acuerdo por escrito, firmarlo, y presentar ese documento al público, para que nadie albergue la duda de que ocupan su tiempo en definir cuestiones complejas que hasta ahora no habían sido abordadas.
Creo que Argentina no necesita buscar un marco legal; ya tiene uno desde que nació como país. Lo difícil ha sido conseguir que se lo respete. En esa tarea, las políticas “de largo plazo”, las “políticas de Estado” son una distracción inútil.