sábado, 19 de marzo de 2016

La deformación del artículo 19 de la Constitución, Fallo Santa Coloma



Voy a sostener que el art. 19 de la Constitución Nacional no dice lo que hoy todos dicen que dice. Voy a sostener que no recepta el principio alterum non laedere (“no dañar a otro”), y que la doctrina civil ha deformado el sentido de una de las reglas más importantes de la Constitución.
Negar lo que todos afirman pueder sonar atrevido, pero según creo no lo es más que el atrevimiento del niño que, en el cuento tradicional, dijo que el rey no tenía un nuevo ropaje, sino que iba desnudo.
Repasemos la idea consagrada: supuestamente, el principio romano que obliga a no dañar a otro tiene recepción en el art. 19 de la Constitución. Así lo declaró la Corte Suprema por primera vez en 1986, en el celebrado fallo Santa Coloma, y luego lo han repetido miles de sentencias y trabajos doctrinarios. Esa idea consagrada (pero desconocida hasta 1986) es falsa.
Veamos el texto del artículo 19:
Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados. Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe.

Magistrados abstenerse
Este artículo 19 resume dos de los avances más importantes de la cultura occidental. Primero, dice que los pensamientos, que las acciones privadas de hombres y mujeres que siguen sus inclinaciones y sus metas sin dañar ni ofender a nadie, están fuera de la autoridad de los magistrados. Ese territorio está vedado a la imaginación de los mandamases, sean diputados, senadores, presidentes, líderes, conductores de pueblos, salvadores de la patria, e incluso (sí también ellos) jueces. En ese territorio no pueden aplicar sus intuiciones acerca de lo que es mejor para la humanidad, no pueden imponer esa ingeniosa idea que acaban de leer en una revista jurídica, no pueden experimentar con el alma humana. Allí acaban sus inmensos poderes.
Pero entendámonos, este artículo 19 no dice qué cosas están prohibidas, sino que delimita en qué área se puede prohibir. Pone una barrera al poder de los mandamases, no a la acción de los ciudadanos. Les dice a los magistrados, a los legisladores (y también a los legisladores vitalicios en la Corte Suprema) que hay una zona que les está vedada. Está cerrada hasta para sus buenas intenciones.
Los penalistas, siempre deseosos de poner nombres abstrusos a todo, llaman a esto “principio de lesividad”. El nombre es obscuro, pero la idea es correcta. Con eso los penalistas quieren decir que todo lo que no pase de la esfera privada, todo lo que no dañe ni ofenda, todo lo que no lesione a otro, no puede ser materia de legislación penal. Pero lo cierto es que no puede ser materia de ninguna legislación: penal, civil, administrativa, o laboral. Tampoco puede ser alcanzado por las leyes que a veces los jueces se creen autorizados a establecer en sus fallos.

El principio de legalidad
La segunda parte del artículo 19 dice que nadie puede ser obligado a hacer lo que la ley no manda, ni privado de lo que ella no prohibe. A esto se lo llama “principio de legalidad” y algunos parecen creer implícitamente que sólo rige en materia penal. Pero el art. 19 no distingue, se aplica a todos los poderes y a todas las materias.
Por supuesto, esta segunda parte del artículo está ligada con la anterior. Todo lo que la primera parte del artículo pone fuera del alcance de las buenas o malas intenciones de legisladores, jueces, y profesores, no puede ser prohibido ni ordenado por ninguna ley, y en consecuencia ninguna autoridad (ni siquiera los jueces de la Corte Suprema) pueden obligar a los demás en esa zona de libertad.
Claro que lo deseable es que la libertad humana no termine allí donde las acciones dejan la vida privada y pasan a la vida pública. Sería triste que la única zona libre fuera la del interior de nuestras casas y de nuestra mente. Pero al menos, sabemos que la primera parte del art.19 declara que ese mínimo es intocable. Otras disposiciones de la Constitución se encargan de expandir la libertad hacia la acción pública, como ocurre por ejemplo con la libertad de prensa.

Resumen
Antes de pasar a la deformación, veamos el sentido correcto, el que existía hasta el fallo Santa Coloma. La primera parte del artículo 19 pone un límite a los legisladores, crea una zona donde no pueden legislar. La segunda parte pone un límite a toda autoridad, sea funcionario, policía, o juez, aclarándoles que no pueden ejercer sus poderes sin ley que los autorice.
La primera parte dice dónde la ley no puede entrar. La segunda dice que sin ley, las autoridades no pueden mandonear a nadie.
Estos dos principios son dos grandes conquistas de la humanidad, del pensamiento humano. Son garantías contra el poder. Parecen reglas simples, pero todavía hoy más de la mitad del mundo vive bajo gobiernos que las niegan.

El fallo Santa Coloma
Todo lo que dije fue así entendido durante muchísimos años en Argentina, desde la vigencia de la Constitución. Más allá de que a veces estas reglas se violaron, al menos nadie se confundía sobre el sentido del art. 19.
Pero en 1986, la Corte Suprema de la Nación cambió todo. En vez de entender, como se había hecho hasta entonces, que la primera parte del art. 19 delimita el campo de acción de los legisladores, los jueces de la Corte pasaron a interpretar que el artículo mismo ejerce esa función legislativa y prohíbe multitud de acciones indeterminadas a los ciudadanos. En vez de entender que la primera parte del artículo 19 dice de qué pueden ocuparse las leyes, los jueces pasaron a afirmar que el propio artículo ya se ocupa de la tarea legislativa de prohibir y ordenar.
A partir de 1986, la Corte y los profesores que alabaron su decisión pasaron a declarar que el artículo 19 no solamente dice que las acciones que no sean privadas, o que ofendan la moral pública o perjudiquen a los demás pueden ser materia de legislación, sino que esas acciones ya están prohibidas por el propio artículo.
Para ser precisos, los jueces y los profesores limitaron su nueva interpretación a las acciones que “perjudiquen a un tercero”. Con inconsistencia lógica, no la aplicaron a las acciones que de algún modo “ofendan al orden y la moral públicas” porque en ese caso la enormidad del despropósito que estaban cometiendo hubiera sido más evidente todavía, incluso para ellos mismos.
Es fácil ver que con esta nueva interpretación, la primera parte del art. 19 se puede usar para dejar sin efecto su segunda parte. Los jueces se eximieron a sí mismos del requisito de contar con una ley que los autorice a vedar cosas a los demás, porque todo lo que el artículo 19 dice que la ley puede prohibir...ya está prohibido por el propio art. 19. Los jueces ahora pueden mandar a alguien a hacer cosas que no figuran en ninguna ley, pues todo lo que las leyes pueden mandar...ya está mandado por el propio art. 19.
Así se injertó en nuestra Constitución Nacional el supuesto principio romano del “neminem laedere” (no dañar a nadie) también conocido a veces como “alterum non laedere” (no dañar a otro).

La impostura histórica
Fuera de los peligros que la tiene esta interpretación del art. 19, hay que aclarar que también envuelve una falsedad histórica. Por empezar, los más eminentes estudiosos del derecho romano niegan que el “neminem laedere” o “alterum non laedere” haya sido una verdadera regla de derecho, sino que era una norma moral que debía ser precisada por leyes reales, so pena de dejar todo librado a las ocurrencias de los jueces. Para dar dos ejemplos, uno antiguo y uno moderno: Savigny rechaza que la máxima haya sido de verdad una regla jurídica en Roma (ver su libro: Sistema del Derecho Romano Actual; trad. de la versión francesa por Jacinto Mesía y Manuel Poley; Madrid 1878; T. I p. 270). 
  El gran romanista Vincenzo Arangio-Ruiz, primer ministro de justicia italiano tras la derrota del fascismo, dice lo mismo, e incluso añade que probablemente la inclusión en el Digesto de Justiniano de esa máxima sea lo que se conoce técnicamente como una “interpolación” (Instituciones de Derecho Romano; Depalma 1986 p. 25). Es decir, un supuesto texto antiguo que es falso. Falsificar la historia no es nuevo.
Pero eso que era falso en los tiempos antiguos, ya era inconcebible en los tiempos modernos: nunca nadie había sugerido que la máxima romana le diera poderes a los jueces, sin necesidad de leyes específicas. Muy significativamente, la Declaración de los Derechos del Hombre dictada luego de la Revolución Francesa dice en su artículo 4 que el derecho de cada uno sólo tiene por límite el derecho de los demás...pero añade que ese límite sólo puede ser fijado por ley. A nadie se le ocurría que la máxima moral fuera una autorización para que cada juez diga dónde está el límite, sin leyes que lo fijen.
En 1986, los jueces y los académicos argentinos empezaron a afirmar que eso era posible.
En la propia Argentina, el Código Civil redactado por Vélez Sársfield -que todavía regía en 1986- decía en su art. 1066 que ningún acto será tenido por ilícito sin ley que lo prohiba. Todo el mundo entendía que eso era una consecuencia necesaria del art. 19 de la Constitución Nacional.

El contexto ideológico
El cambio sólo puede ser entendido si se lo pone en el contexto del giro de 180 grados que dieron muchos intelectuales argentinos en las primeras décadas del siglo XX, y de lo que pasó a ser la ideología dominante entre los juristas ya en la década del 30. Empezaron entonces a importar admirados de Francia y Alemania cuanta doctrina autoritaria e intervencionista triunfaba en las universidades de esos países. Muchos de nuestros intelectuales renegaron entonces de los ideales liberales, de la convicción que tenían los redactores de nuestra Constitución acerca de los peligros de la autoridad discrecional. A esos reparos se los tildó de anticuados, decimonónicos.
Como nuestro Código Civil era la consagración precisa de los ideales con los que nació la Argentina, los juristas comenzaron una lucha con dos metas: de máxima, derogar el código y reemplazarlo por otro que representara las nuevas concepciones; y mientras ello no fuera posible, hacer inoperante el art. 1066. Para 1986 ya lo habían destrozado interpretativamente.
Si embargo, nunca se habían atrevido con el art. 19 de la Constitución. Con el fallo “Santa Coloma” la Corte Suprema les dio el espaldarazo que necesitaban.
En realidad, en ese caso la Corte dijo muy poco: elevó una indemnización muy baja que un tribunal inferior le había fijado a un matrimonio que había perdido a sus hijos en un accidente ferroviario. La Corte podría haber hecho eso sin necesidad de meterse con el art. 19. Sin embargo, como de paso, los jueces tiraron una frase suelta sobre la que luego los académicos construyeron todo un edificio. Dijo la Corte que al dar una indemnización tan baja a los padres, la sentencia apelada había violado la regla “alterum nom (sic) laedere” contenida en el art. 19 de la Constitución (Fallos 318:1160, considerando 7).
Ajá!!! dijeron muchos juristas, entonces quiere decir que el art. 19 habilita directamente -sin mediación de la ley- a decir cuándo y cuánto hay que indemnizar. Ya no es una regla que limita los poderes del Estado, sino una norma de derecho civil en sí misma (y comercial, laboral, previsional, etc.). Ajá!!! ahora la primera parte del artículo libera a los jueces de la segunda. No en materia penal aclaremos, porque para eso habría que tergiversar también el art. 18 de la Constitución.
El nuevo Código Civil y Comercial que rige en Argentina desde 2016 hizo legal esa interpretación, aunque todavía no la hizo constitucional. El Código es la victoria final de una lucha doctrinaria de varias décadas contra los principios constitucionales. Esa victoria ha tardado tanto que las ideas “modernas “ que ahora se han consagrado tienen casi un siglo. Son las mismas que en 1930 se presentaron como superadoras del legalismo liberal.

El traje nuevo del emperador
Quien conozca algo de la forma en que se desenvuelve hoy la vida académica y jurídica en Argentina entenderá que es imposible que se otorgue la menor relevancia a esta cuestión de principios. Quien diga -como en la leyenda- que el traje nuevo del emperador no existe, seguirá hoy viendo atónito cómo cientos de expertos alaban la calidad y el corte de la tela. Sin embargo, no puede descartarse de antemano que dentro de dos o tres generaciones, las ideas acerca de los límites del poder, incluso del judicial, vuelvan a despertar interés en Argentina. Quizá la web sirva para mantener vivas nociones que fueron en su momento un gran avance de la humanidad.